Dani Alves juega cada partido como si se tratara de un asunto de vida o muerte porque conoce de primera mano las miserias del jornalero. Cuando era pequeño interiorizó la cultura del esfuerzo trabajando la tierra. Vistió alpargatas, asintió a los consejos de su padre y se juró que un día sacaría de la pobreza a los suyos jugando al fútbol. Alves creció rápido pues siempre jugó con futbolistas mayores. Con 14 años se unió al Juazeiro Social Clube y siguió los consejos de su madre, que le inculcó la importancia del esfuerzo y la épica del resistente, valores que hicieron que el Bahia le echara el ojo. El exazulgrana Evaristo de Macedo quedó asombrado con su desparpajo en el juvenil y le dio la oportunidad en el primer equipo en 2001. “No tenía miedo de nada y era muy ambicioso”, recuerda. Alves debutó el 11 de noviembre de ese año y se ganó la titularidad. Desde entonces no dejó de dar pasos adelante: despertó la curiosidad de Cafú, fichó por el Sevilla en 2004 y se convirtió en el lateral del siglo XXI. Desde hace tres años el Barcelona disfruta de su hiperactividad y un entusiasmo contagioso. En el campo es un defensa compulsivo –el más intervencionista de todos– en el vestuario se le conoce como un conversador atropellado. Un cachondo. Nunca para quieto. Con él es imposible aburrirse.